jueves, 27 de enero de 2011

La primera vez (2)




Sus nalgas brillaban en la penumbra de la habitación como dos conchas de nácar. Me acerqué a ellas en medio de un espeso silencio, roto sólo por los tímidos jadeos de mi perra. Su culo balanceaba como la superficie de un mar en calma y buscó mi mano en cuanto sintió la primera caricia. Acaricié sus nalgas tomando conciencia de una realidad que desde ese momento era ya de mi absoluta propiedad. Y sin previo aviso, mi mano cayó como un rayo, como un castigo divino que se desploma agradecido sobre la superficie de su alma. Emitió un gemido apagado, su cuerpo se arqueó y volvió a sentir el latigazo de mi brazo una y otra vez hasta que perdí la cuenta y la sensibilidad de mis músculos. Me retiré unos pasos y contemplé absorto las primeras pinceladas de mi obra, la huella de mi mano, una pintura rupestre en las paredes de una cueva.

Su coño ardía. Ni siquiera necesitaba tocarlo. Mi perra se contoneaba como una bailarina arrastrada por el fango y me ofrecía la visión de su vulva exudando el placer que le había causado. Quise recompensarla y mi mano recorrió su vagina. Repasé cada pliegue de su coño como si quisiera alisarlos en vano. Jadeó como una perra sin articular palabra y mi polla cobró vida.

Quise susurrarle al oído lo puta que era pero me contuve, aún no se había ganado el timbre de mi voz. Me limité a acercar mi polla a su ano como un tigre acechando a su presa, y empecé a jugar con él. Lo hice despacio y en silencio. Su culo era un ascua incandescente y mi polla una antorcha en llamas. Se la metí de golpe, zas!, con una sola embestida y mi verga se convirtió en una tuneladora perforando un volcán en llamas y gritó…, grito como una perra atrapada en medio de un incendio del que quisiera escapar. Pero no había escapatoria. Aquello no había hecho más que empezar. Aún debía explicarle que aquel dolor no era más que el precio a pagar, un precio muy pequeño por el paraíso de la entrega y de la sumisión que le estaba ofreciendo.

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